26 septiembre 2008

Crónica pestífera

Albert Camus, quien alcanzó el reconocimiento mundial con la publicación de La peste, fue, antes que novelista, un agudo ensayista que promovía la importancia de los valores éticos en la sociedad de posguerra.

Pero no es impropio decir, en consonancia con muchos críticos y lectores apasionados, que la novela La peste --al igual que en el caso de Hemingway con El viejo y el mar-- le valió al escritor francés el premio Nobel.

Publicada el año de 1947, La peste cuenta la tragedia de que es víctima la ciudad de Orán, un lugar sin ninguna belleza excepcional y sin figuras humanas descollantes, hasta que la aparición progresiva de ratas moribundas, sacude la vida tranquila y rutinaria de los oraneses. Cierto es que al principio los pobladores no asumen del todo la presencia de la epidemia y necesitan sentir de cerca lo estragos que ella causa en sus vidas. Esto lo sabemos por el doctor Bernard Rieux, que al final de la historia confiesa ser el narrador de la desgracia, y quien a lo largo de su crónica, nos sumerge en el día a día del sufrimiento, la humillación e impotencia frente a ese castigo apocalíptico que nadie esperaba.

Una vez declarado el estado de peste en Orán, el cronista reflexiona acerca del sentimiento personal de los no infectados: “Entonces aceptábamos nuestra condición de prisioneros, quedábamos reducidos a nuestro pasado, y si alguno tenía la tentación de vivir en el futuro, tenían que renunciar muy pronto, al menos, en la medida de lo posible, sufriendo finalmente las heridas que la imaginación inflige a los que se confían a ella”.

El doctor Rieux vive de cerca el exilio que impone la peste: su mujer enferma tiene que refugiarse en una zona de montaña, en donde a pesar de todo morirá. No ocurre lo mismo con el reportero parisiense, Rambert, que logra encontrarse con su amada luego de luchar con la pesadumbre del olvido, queriendo representar, así, la esperanza personal hecha realidad.

Son muchos los tipos humanos que trazan una imagen múltiple de la novela. El padre Paneloux, por ejemplo, viene a representar la posición religiosa. Cura de espíritu rígido, afirma que la peste es un castigo divino que los oraneses merecen por su desinterés religioso. Él, como Tarrou, su contraparte ideológico, mueren infectados. Resulta curioso que ambos personajes, que aspiraban a la paz desde distintas posiciones, fueran las últimas víctimas de la peste. De ese hecho se desprende que cualquiera que sea la causa que defendemos, a veces con convicción soberana, otras sólo por pasión, siempre hay un factor externo, una fuerza ineluctable, que amenaza con arremeter todo valor humano.

Cottard, por su parte, personifica al ser que saca provecho de la desgracia de la peste, evadiendo sus deudas con la justicia y siendo indiferente con los sufrimientos de los demás. Sin embargo, al desaparecer la peste, acaba apresado.

Otro protagonista de La peste es el empleado del Ayuntamiento, Grand, quien sueña con publicar un libro, y en quien se puede percibir, acaso con mayor sensibilidad, la necesidad de calor humano en tiempos de desgracia.

A pesar que el terror de la peste es superado, el final de la historia no es optimista. En el último párrafo, el doctor Rieux expresa que la alegría de la victoria sobre la peste no puede ser por siempre, ya que el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás; duerme, se robustece, y alguna vez decidirá despertar de nuevo a sus ratas para espanto de la humanidad.

La peste es una obra maestra porque en sus páginas participamos de las ideas de un escritor humanista, que explora con lucidez las constantes permanentes de la cultura: la maldad, el amor, la libertad, la religión, la convivencia, la ciencia y la muerte. Tópicos humanos, que reunidos en una novela perspicaz y punzante en cada monólogo y digresión, son sometidos a una perspectiva más cruda, pero válida de la condición humana.

“El mal que existe en el mundo proviene casi siempre de la ignorancia, y la buena voluntad sin clarividencia puede ocasionar tantos desastres como la maldad”.
“En tiempos normales todos sabemos, conscientemente o no, que no hay amor que no pueda ser superado y, por lo tanto, aceptamos con más o menos tranquilidad que el nuestro sea mediocre”.
“Sentía que su madre lo quería y pensaba en él en ese momento. Pero sabía también que querer a alguien no es gran cosa o, más bien, que el amor no es nunca lo suficientemente fuerte para encontrar su propia expresión”.

La peste es una novela que cautiva de principio a fin. No hay en ella propósitos metafísicos ni entusiasmo estético como se puede desprender de una lectura puramente intelectual. Está narrada con objetividad, reconoce los hechos y personajes con función a la tragedia social simbolizada en la peste, y es, ante todo, una novela que expone una incómoda verdad: que es preciso que una desgracia toque fondo en una colectividad, para recién abandonar el egoísmo y los apetititos personales, y emprender, casi siempre tarde, el valor de la solidaridad.

Albert Camus, quien declaró en una entrevista que todo lo que había aprendido sobre la moral y la conducta humana lo había aprendido siendo jugador de fútlbol en sus años de estudiante universitario en Argel, es de esos escritores que despiertan la curiosidad del lector, luego de sumergirse en una de sus obras.

Etiquetado de escritor existencialista --calificativo que nunca admitió--, Camus contribuyó, en la misma medida que Sartre, a imprimir vitalidad subjetiva a la narrativa de su tiempo, llegando hasta nuestro días la influencia de su obra que, sin embargo, es relegada por quienes lo perciben como un filósofo del absurdo existencial antes que un escritor estimulante en ideas y de una prosa soberbia.

0 comentarios: