12 junio 2009

Jugosa nostalgia

Era imposible no querer a Madame Muchaypiña. Su andar forzosamente sexy, su adicción al pantalón blanco y sus escotes generosos la hacían irresistible al paladar. En la facultad todos los hombres la querían: estudiantes, profesores, personal de seguridad y mantenimiento, el staff administrativo y hasta el mismo decano. Otro cantar era el de las mujeres, que no reconocían la preeminencia de Madame Muchaypiña y, buscándole un defecto, hacían escarnio del apellido que le tocó por disposición dictatorial de Dios o el azar. A esa tarea se entregaban con devoción —y con ese disimulo propio de la envidia— profesoras de frente marchita y mirada opaca, y alumnas poco favorecidas por la simetría corporal.

Cada miércoles y viernes, Madame Muchaypiña ingresaba a la facultad para no salir más: se instalaba en la mente de una manera agresiva. Era una delicia aprender la lengua de Voltaire con ella. Su metodología, harto estimulante, incluía, amén de la lectura y las prácticas escritas, un cruce de piernas que, bien mirado de atrás, daba cuenta de muchas horas invertidas en el gimnasio, de alguna herencia selecta o de un pantalón de esos benditos. Además le interesaba que sus alumnos no tuvieran ninguna duda con el passé composé, el future proche y otros temas que, a decir verdad, eran lo menos importante de la clase.

Cuando algún compañero solicitaba su asesoría, ella se acercaba adelantando el pecho con ímpetu, humedeciéndose los labios de rato en rato, sonriente, segurísima de sus veintisiete años saludables, conciente del ritmo natural de sus caderas, se inclinaba a la carpeta y su escote se encogía, se minimizaba dejando ver una sombría hendidura donde el amor sería insuficiente.

Por esa naturaleza solícita, Madame Muchaypiña fue separada de la plana docente. Las alumnas no le perdonaron esas maneras con los compañeros. “Es una puta, una loba, una golfa de las peores”, decían indignadas. Se las arreglaron para reunir numerosas firmas, presentaron la petición de retiro a la secretaría académica, exageraron, dijeron que enseñaba mal, que se le veía el color del calzón, los puntitos rosados y otras figuras que sólo nosotros creíamos conocer al detalle. Al final, pese a nuestras protestas, salieron con la suya y con la de las profesoras que convencieron al decano de estampar su aprobación sin culpa.

No pudimos despedirnos de Madame Muchaypiña, decirle au revoir, ni tener un affaire memorable. Desapareció y en su lugar trajeron a un francés de verdad, de metro noventa de exigencia y socialismo, que rompió trabajos mal hechos a pedacitos, que jaló a medio salón sin contemplación y que hizo nacer un sentimiento xenófobo en esos estudiantes de turismo que éramos nosotros.

Más tarde, para nuestro sosiego, el franchute partió a su tierra. Ahora, lejos de ese ingrato personaje, y con algún conocimiento del idioma parisino, podemos decirle a Madame Muchaypiña: Merci beaucoup pour ce temp, belle amie.

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