23 junio 2009

Malestar

Según San Juanka.

Ojos inyectados, sumamente rojos…

Perdón por la interrupción. No podía seguir escribiendo hasta sentirme en mejores condiciones. Ahora continúo…

- ¡Estoy bien! ¡Estoy bien! – repito insistentemente.

La lenta clase sigue y no sé por qué al profesor se le ocurrió hacerla tan larga. Mi cabeza – físicamente – encima del cuello, pero mi pensamiento en un solo lugar: mi acogedora cama, que dicho sea de paso, es la única idea que evita mi desfallecimiento.

¡Oh, no! Nuevamente regresa el mismo malestar…
Persisten las pulsaciones aceleradas, quiero que todo haya pasado…
¡Cuándo volveré a estar como siempre!

Reacciono de mi adormecedora somnolencia y veo que mis demás compañeros empezaron a preparar sus mochilas para el respectivo retorno a casa.

Sin saber lo que ocurrió, ni lo que habrán dicho, alisto mis materiales y casi automáticamente me despido de las personas que logro distinguir, los mismos quienes aparecen borrosos y difusos.

Antes de cruzar el umbral, me detienen para pedirme consejo, pero no tiene caso que les cuente esta parte ya que ni siquiera yo mismo sé, ni sabré, si se trató de una ilusión.

Mientras bajo los cinco interminables pisos, me asusté creyendo que podría pasar del semiinconsciente actual a un estado de inconciencia total. Entre la poca sensatez que aún me quedaba, atiné a coger firmemente el barandal y meterme la idea que en unos instantes llegaría a mi santuario llamado cama.

El gran reto: llegar al paradero y esperar el bus de regreso a casa.

El inconveniente: una pequeña brisa que convirtió esta noche de invierno moderadamente frío, en mi día de campo en La Antártica.

La solución: olvidarme del maldito malestar y pensar que no existe tal pesar.

Lo difícil: continuar parado en esa esquina donde cada minuto es un azote y cada brisa me pone la piel de gallina y los cabellos helados.

Hago un último esfuerzo. Me pareció el rato más largo que estuve en esa esquina esperando regresar a casa y vencer al malestar.

Bajando del micro y faltando solamente una cuadra, me imagino el ansiado momento en el que estaría en cama.

Con mis últimas fuerzas abro la puerta y sin pensarlo dos veces, me arrastro a la computadora, la enciendo, espero que cargue y comienzo a escribir lo que me acaba de ocurrir, ya que de lo contrario nunca lo hubiese realizado.

A la mañana siguiente, desperté en mi cama sin saber lo que realmente ocurrio.