18 julio 2008

El cronopio del cuento


En una de las pocas enciclopedias literarias, que encontré en el remozado estante de la biblioteca escolar, leí por primera vez a Cortázar. Se trataba de uno de sus cuentos fantásticos, acaso el más breve, La continuidad de los parques, cuyo aparente desenlace absurdo me acompañó durante días; porque, lo sé ahora, la maravilla de un cuento no reside, del todo, en la temática propuesta o la intención del autor, sino, más bien, en la intensidad, el tono intimista, esa voz próxima al lector que logra envolverlo desde el primer párrafo, distanciada de propósitos moralizantes y divorciada, a veces, de los condicionamientos de la razón, pero sin caer en el mero entretenimiento, en esa moda actual que se ha denominado con pulido acierto literatura light.

El escritor argentino fue preciso al respecto durante una entrevista, en 1983, con ocasión de la publicación de su libro Deshoras: “En mi caso, el cuento es un relato en el que lo que interesa es una cierta tensión, una cierta capacidad de atrapar al lector y llevarlo de una manera que podemos calificar casi de fatal hacia una desembocadura, hacia un final”. Pero, ya mucho tiempo antes, en una carta dirigida al cubano Roberto Fernández Retamar, fechada el 10 de mayo de 1967, sería puntual en su posición de escritor: “En lo más gratuito que pueda yo escribir asomará siempre una voluntad de contacto con el presente histórico del hombre, una participación en su larga marcha hacia lo mejor de sí mismo como colectividad y humanidad.”

Desde aquella vez, he sido fiel lector y seguidor de Cortázar, indagando que buena parte de su juventud la dedicó a la traducción de los colosos de la literatura como Daniel Defoe y Edgar Allan Poe, su interés por todas las licencias del superrealismo, el descubrimiento de Alfred Jarry, su admiración por el poeta romántico inglés Jhon Keats, su afición al jazz y al boxeo y su adhesión antiimperialista. Todas señales, sin duda alguna, de un espíritu que encontraría, primero en la poesía y después en la narrativa, los recursos para expresarse con autenticidad, ostentando una provisión fantástica para climas urbano-domésticos, a menudo cosmopolitas, y un aliento de vanguardia plena que, con la redacción de la contranovela Rayuela, lo situaría como protagonista de la nueva novela latinoamericana.

Por eso, introducirse en la cuentística de Cortázar significa, además de un previo ejercicio para ese boom literario llamado Rayuela, someterse a los juegos y rituales inesperados que celebran personajes como nosotros mismos ─oficinistas, artistas, amas de casa, funcionarios, niños, adolescentes─, que, presentados con la audacia de un escritor que narra la historia para un lector atento y cómplice de la acción, nos dejan ese incómodo vaho en la mente, un sentimiento de culpa o ese sinsabor de la lógica burlada, que invita a la alimenticia y, siempre deliciosa, relectura de piezas memorables como son: Todos los fuegos el fuego, La noche boca arriba, Cartas de mamá, Circe, La casa tomada, El otro cielo, Las babas del diablo, La autopista del sur y El perseguidor; cuentos donde se participa del arsenal cortazariano.

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