25 agosto 2008

La caída de Spiderman (tercer y último capítulo)

Comúnmente una borrachera se manifiesta sin que uno lo espere. Vale decir, más de uno ha compartido momentos de sano esparcimiento alcohólico con sus amigos, compañeros de trabajo o hasta familiares. Nadie sale una noche con la férrea consigna de llegar destruido a su casa, o lo que es peor no llegar a ella. Quien podría suicidarse psicológicamente por anticipado y esperar contento la demolición de su ser. Entendiendo que existe la gran posibilidad (y que es lo más seguro que suceda) que quedes moribundo en la descomposición de una lamentable resaca.


Quizá esa sea una de las razones que considero importante antes de empezar a beber y pasar el umbral que separa “el buen rato y la buena compañía” de la “borrachera inescrupulosa”. Como sabrán esta vez también me tomé el atrevimiento de dar ese pequeño salto sin previo aviso a mi hígado, que de por sí ya andaba desahuciado.

Hace algunos años, dos para ser más precisos, después de una ‘pichanguita’ de antología en una cancha del Callao, unos amigos me dijeron que cerca de ese lugar había una clásica y común pollada. (Para lo españoles, no es un grupo de penes ni nada por el estilo, es lo que se conoce como una chicken party). Un evento en que comulgan las cervezas y los pollos (en algunos casos palomas, saben: la situación no andaba bien). Una reunión muy peruana, que dicho sea de paso nuestra inmaculada compatriota Laura ‘Manson’ Bozzo hizo conocida gracias a su denigrante pero siempre cómico programa.

Llegamos a la casa adonde se realizaba dicha reunión, y después de beber algunas ‘chelitas’, la conversación se tornó más amena, y aunque no había ninguna chicoca linda, y más bien una gordita repartiendo las porciones generosas de pollada, la estaba pasando bien.

En aquel entonces yo trabajaba en un Banco y la gente con la que había salido a jugar fulbito eran amigos que comúnmente iban a mi agencia a realizar transacciones comerciales, cuestión por la cual no teníamos una relación tan cercana. Entonces para evitar incomodarme y pasarla mejor le dije a uno de mis patas del Banco que me acompañara. Jair, fue el elegido. Un buen tipo, gran amigo, pero por sobre todas las cosas un borracho.

El susodicho, se demoraba en llegar y yo ya andaba más que entonado, iba por mi tercer pollo y supongo yo por mi octava ‘chela’ (llegué a esta aproximación después de un complicado cálculo, entre la cantidad de cervezas bebidas por todos y el grupo de gente que se encontraba libando).

No sé cuántas fueron. Solo veía que las botellas seguían llenando cajas vacías de cervezas. El alcohol circulaba a cantidades sorprendentes. Decidí pararme par ir al baño y ya estaba hecho. Sentí un temblor 7.6 grados en la escala de Richter. Fue un remezón tremendo que si bien es cierto no dejó damnificados en ese momento, era el aviso de lo que sería una bomba descomunal.

Cuando apareció Jair yo ya estaba cantando rancheras y boleros de Iván Cruz, abrazado de ¿quién sabe a quién?, conversando ¿quién sabe qué?, y a esas alturas ni siquiera recordaba dónde estaba. Seguimos chupando y hablando, dejé de beber un poco y me recluí en el baño una vez más, me mojé la cara y al salir me sentía un poco mejor.

Dije al salir ¿no?. Pues si, no sé en qué momento salí, pero de la casa. Cuando menos me di cuenta ya estábamos todos afuera. Caminando rumbo al paradero, y nunca falta el borracho baboso que quiere seguirla. Eran las 2 de la mañana y seguirla a esa hora era casi decir que terminaríamos en el almuerzo.

Muchos desertaron, se quitaron, o simplemente desaparecieron. Y no sé por qué demonios no seguí esos pasos, me quedé y en cada parpadeo de mis ojos parecía tele transportarme y morder un pedazo del tiempo, todo se entrecortaba. Cuando estaba por decidirme a quedar ya tenía un vaso en la mano y estaba diciendo salud en una taberna llena de afiches de Cristal.

Mi organismo había ingerido cantidades industriales de alcohol y me encontraba lo suficientemente ebrio como para darme cuenta de cuándo parar. No sé en qué momento se nos ocurrió salir o acaso fue que nos botaron. Es más no sé quién pagó. Quizá yo, y créanme eso seguro fue lo que sucedió.

Debo ser honesto en decir que muchas partes de esa noche no las recuerdo, estaba casi macerado en cerveza, y mis adjuntos allí presentes no estaban mejor que yo, y eso en mi situación no era un cumplido. En un momento de lucidez le dije a Jair para quitarnos y aunque no nos iríamos por la misma ruta, le sugerí retirarnos juntos.

Lo concreto es que ya estaba en plena Av. Fauccett junto a Jair, cagándonos de hambre. Sí. Después de haberme empujado cuatro polladas y más de ocho rodajas de papa con medio kilo de ají, tenía hambre, bueno eso creía. Si mediar palabra algunas decidimos ir en dirección a una sanguchería: el “Miguelón”.

Para quienes han tenido oportunidad de visitar sus instalaciones o degustar sus especialidades saben de qué hablo. Para lo que no conocen no se pierden de nada, es más, es seguro que vivirán más que yo. Los sanguches los hacen al montón como quien sirve el rancho en el ejército, panes nada estéticos, con un 90% de grasa y lo demás de colesterol. Un gancho al estomago. Si hubiera sido por mí no habría vuelto a pisar ese lugar pero como Jair iba adelante en el taxi decidió arbitrariamente comer en aquel cuchitril.

Cuando yo pensaba estaba recuperando las fuerzas, al buen Jair le ocurrió abrir su luna y todo el ventarrón de aire destrozaba mi ilusa esperanza de ecuanimidad. Mientras el carro avanzaba y las luces de miles de locales me mareaba, el buitre se me quería salir, me sentía repleto de líquido que necesitaba expulsar, rogaba que el maldito taxi llegue al “Miguelón” para parar esa montaña rusa del que era objeto. Cual dado en cubilete, el taxista me zamaqueaba con sus movimientos ondulantes y frenadas estrepitosas. Al fin cuando ya no podía más y creía que la única salida era vomitar llegamos al local.
Me bajé y penetré en el baño sin decir nada, no me percaté de la gente y ni siquiera me di cuenta si el servicio higiénico al que accedía tenía en su letrero de hombrecito o acaso tenía faldita. Cuando cerré la puerta del baño sentía que parte de mi ser se iba en cada arcada, expulsé la cerveza bebida casi por completo, sin embargo, con el esfuerzo esgrimido en dicha actividad, me quedé igual de mareado, como un marinero novato.

Al salir del baño, Jair ya había pedido dos hamburguesas y me preguntaba con que salsas. No le respondí y me senté a esperarlo. Mientras lo hacía levanté la mirada y me vi en el espejo. El rostro que tenía frente a mí, era acaso una versión pirata y bamba de Martín Acosta, la expresión de mi cara estaba desencajada y destruida, sentí pena por mí y a esas alturas seguramente estaba oliendo a buitre.

Cuando por fin Jair llegó a la mesa y yo había tomado una decisión.

-Me voy --le dije--.
-Puta Madre Martín, no la cages, ya pedí huevón --protestó Jair--.
-Lo siento tío, estoy hasta las huevas. Mírame, éste nos soy yo, la próxima vez yo invito. –-insistí y esta vez nadie me iba hacer cambiar de opinión--.

No dejé que me convenza y tomé el primer taxi que encontré, salí casi corriendo de la sanguchería y antes que chofer me diga el precio ya estaba trepado por la ventana. Señores de San Miguel a mi casa es bastante cerca, tomando en cuenta el poco tráfico y la hora, el chofer debería demorarse 3 minutos como máximo.

En aquella oportunidad el trayecto demoró 4 minutazos, que se convirtieron en un vida eterna, cada calle pasaba en cámara lenta, y el simple hecho de sentir que el auto estaba en movimiento me hizo sentir las nauseas nuevamente. Ahora sí que se venía un combinado doble, vomitaría la última semana y lo que comería en próximo mes.

Faltaban tres cuadras y sentía que no aguantaba más, tenía las arcadas en la garganta y en la boca, si respiraba un segundo más bañaría al taxista de cebada descompuesta. Saqué el dinero y le anuncié al taxista que bajaría. Dos cuadras antes de mi jato pisé tierra y automáticamente empecé a devolver mi vida por la boca, la gente que andaba cerca me veía con una mirada mezclada entre el asco y la lástima.

A una cuadra y media de mi casa no podía mantenerme en pie, deambulaba cual zombie por la acera, agarrándome de las paredes como Spiderman, necesitaba las paredes para poder llegar a mi casa, a cada paso mío nauseaba mi ser y expulsaba algo de mi esófago.


Casi a gatas llegué a mi casa, abrí la puerta y sin hacer bulla (creía yo), empecé a derribar todo a mi alrededor, pude ver como mis vecinos encendían las luces de su casa. Quería pasar desapercibido, sin embargo era lo menos que estaba logrando.

Felizmente en mi casa nadie se había despertado, y como suponen penetré en el baño para lavarme y limpiar en algo lo sucio y asqueroso que estaba. Me senté en el inodoro un segundo, que se hizo eterno. Me desperté en el piso del baño, agarrado del water y con la cabeza que me daba vueltas, sentía que el lavadero se me venía encima. Los gritos de mi abuela quien se encontraba casi llorando por mi estado, me sacaron de mi borrachera temporalmente, ella pensaba que quizá alguien me había drogado y "pepeado", pues era casi imposible pensar que unas inofensivas cervezas hayan derivado en un estado tan catastrófico. Mi nona de 89 años cargò con mi peso y cual luchador caido en guerra, me llevó al lugar de mi reposo.

Eran las 6 de mañana cuando llegué por fin a mi cama, y había pasado una de las peores noches de mi vida. Me prometí que jamás volvería beber una gota de licor, promesa vana de un joven iluso, que obviamente nunca cumplí. Estaba tan destruido como un superhéroe después de su batalla final. Aquel día descubrí que Spiderman también va a polladas.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Que buena historia. esperaba la continuación de las borracheras pero por fion llegó.
Unos saludos

Anónimo dijo...

Buenos recuerdos, o anecdotas de un errante. Tu secciòn està divertida. Hace unos días leí un cuento tuyo, esta historia no tiene nada que ver, pero está muy divertida, desde hace dos semans me quedè prendido del blog.