11 agosto 2008

La cebichera bondadosa (Capítulo II)

Como lo prometido es deuda, y yo acostumbro pagar las mías, hago llegar a sus ojos la segunda parte de mis experiencias dipsómanas. Luego de ser la burla de mi familia por tan bochornoso espectáculo, decidí alejarme temporalmente de las botellas, pero afortunadamente para estas historias continué con los vasos.

Siempre estuve metido en borracheras, pero pocas me han hecho perder el conocimiento. Si algunas vez dije que chuparía hasta que me meen los perros, me arrepiento, nunca creí tener tamaña fuerza de voluntad, para que el postulando antes nombrado pueda cumplirse cual profecía de Nostradamus.

Alguna vez con un primo mío partimos con rumbo sur a una fiesta de fin de año. Perdón dije fiesta, bueno eso fue lo que me vendieron antes de subirme al auto que nos trasladaría hacia la poco conocida (en ese entonces) Playa de Asia.

Bebí mucha cerveza y en medio del camino sentía que ya estaba sudando cebada. Empezaba a arrepentirme de haber ido, pues en el trayecto escuchaba algunas versiones que antes había considerado extraoficiales y poco creíbles. Sin embargo, ahora en media carretera y encaramado en el viaje parecían derrumbar mis sueños de adolescente febril dispuesto a botar la casa por la ventana.

-¿Tu conoces a la flaca de tono? -- Preguntaba mi primo sus amigos--
-No nada que ver, Alonso la conocía, era su amiga de primaria - Respondía uno de ellos y escucharlo no daba buenas luces sobre la noche que pasaríamos.

Ninguno de los cinco tipos presentes en el auto --incluido yo por supuesto--, conocía a la susodicha y el tal Alonso, única persona que nos serviría verdaderamente aquella noche no estaba, nuestro pasaporte hacia la fiesta cayó enfermo dos días antes del gran tono, obra y gracia de una extrañísima hepatitis B, y que a la luz de los hechos que sucederían yo también hubiera querido que me contagie.

Sin entradas y sin el ahora popular Alonso, éramos unos perfectos desconocidos, tomen nota: uno don nadie acompañado de un forastero, un anónimo, un extraño y un incógnito. O sea como quien dice teníamos todas las de ganar o mejor dicho todas las de entrar.

Al fin llegamos, a la fiesta y ¿adivinen qué? Sí, no nos dejaron entrar, había docenas de chicas y chicos y nadie nos reconoció, además por si fuera poco, ni siquiera sabíamos como demonios se llamaba la dueña de la casa.

Destruidos y abrumados, como canta José José, nos estacionamos a pocos metros del mar y nos pusimos a chupar, bebimos mucho, jodidos por lo sucedido. Pasamos las doce abrazándonos entre nosotros y casi al borde de las lágrimas, no por la alegría de estar juntos, si no más bien por la desdicha y la desazón de estar afuera y no adentro del antro de la diversión.

Sin embargo, nada podía ser tan malo, unas chicas que salieron de la fiesta pidieron fuego y de manera muy galante se los brindamos, eran tres mujeres, al menos eso parecían --¿saben? La memoria me fallaba un poco--, lo que sí recuerdo bien es que las tres damas allí presentes no eran unas bellezas pero al menos su compañía haría mucho más animada la conversación que protagonizábamos nosotros, cinco calzoncillos.

Durante la conversación, no sé en qué momento se jodió la noche (parafraseando a Vargas Llosa en Conversación en la Catedral), lo último que recuerdo es un vaso en mis manos y los rostros de la gente mirándome raro, es más ni siquiera recuerdo haber hablado huevadas antes de 'morir'. Se me borró la cinta, se me perdió el casette, se agotó la batería, llámenle como quieran. Lo único que recuerdo son pasajes entrecortados de esa noche, como si fuera un dvd mal grabado. Mi rostro acostado en el carro, y luego unas palabras de mi primo que no llegaba a entender, y que parecían que eran dichas en cámara lenta.

Al despertarme, ya alumbrado por los rayos solares me encontré sudado y con un dolor terrible de cabeza. La bulla a mi alrededor avisaban que me localizaba bastante fuera de lugar, giré sobre los lados y me hallé tirado en medio de la arena a pocos metros del mar y de unos niños que jugaban a hacer un castillo de arena al costado mío. Unas señoras bastante gordas en traje de baño caminaban no muy lejos de mi presencia.

Me hallaba en un ambiente familiar, situado en medio un círculo imaginario, como si me tuvieran puesto en cuarentena, nadie quería acercarse a mí. Como dato significante debo decir que eran las 12 de medio día, y me encontraba con un jean mojado y sucio de arena, con una zapatilla puesta, y la otra casi a punto de llegar al mar. Me sentí como si fuera víctima de un naufragio o si recién me hubieran rescatado del agua. Aparte si tenía calor era porque llevaba puesta una casaca bastante abrigadora, y lo menos que podía pensar la gente viéndome en ese estado era: a) un vagabundo, b) un lamentable borracho, c) un completo infeliz al cual lo había dejado su primo en medio de la nada, con un sol en el bolsillo, ya que su maldita billetera estaba en el carro del susodicho.

La respuesta ganadora: la letra C. Pues sí señores, mi primo no estaba por ningún lugar, y tampoco sus amigos. Y la única moneda que tenía, la invertí en llamarlo por teléfono, y lamentablemente me contestó una voz más borracha que la mía y las pocas palabras balbuseantes que pude oír no pude codificarlas al 100 %, pero me daban indicios más que suficientes que el maldito se encontraba muy lejos de donde yo estaba, en un hotel o en su carro acompañado por un chica. Triste colofón para mi real situación.


Deambulé por la arena, tenía una turra a cebada y lúpulo en estado de descomposición, y mi cepillo de dientes también se encontraba en el carro, y para terminar de graficar mi deplorable situación, me cagaba de hambre.

Me acerqué a una vendedora de cebiche, y en mi mejor castellano, intenté contarle mi desgraciada existencia y pedirle que me prestara algunas monedas, las mismas que después regresaría a devolvérselas. La vieja en cuestión, echó a reír y lejos de comprenderme me dijo que no le espantara a los clientes. Indignado a más no poder, me sentí sucumbir, quería tirar por la borda mi ser y en ese mismo instante morirme.

Me derrumbé sobre mis piernas y esperé a que mi primo se acordara de mí. Pasaron más de 3 horas y no aparecía ni la sombra de aquél fulano. En el ocaso de la tarde, la vendedora de cebiche se presentó sobre mi cuerpo, quizá escuchando los llamados de mi estomago, y me propuso prestarme 10 soles a cambio de mi reloj, un guess original, venido del mismo Estados Unidos, y no conforme con eso exigió mi casaca Billabong, bajo la condición de querer asegurase que volvería para pagarle.

En otra situación, no hubiera aceptado tal propuesta y hasta habría insultado tamaño trueque, pero para ser sincero en vista del catastrófico estado en que me encontraba, agradecía la bondad desmedida de aquella mujer con olor a algas y cebolla fresca, que seguramente quería quedarse con mis prendas, pero en mi cabeza desconcertada imaginaba yo, que lo que deseaba en realidad era ayudarme.

Para el caso era lo mismo, anhelaba largarme de ahí, y despotricar en contra de mi primo, mandarlo a la mierda, bañarme y sacarme la vergüenza vivida a punta de jabón. Me despedí agradecido con la consigna única de que volvería al día siguiente por mis pertenencias empeñadas.

Tomé mi combi, y me aposté cual loco en carro, en el último asiento del colectivo.
Nunca me sentí tan vagabundo, tan errático, tan harapiento, en fin con un aspecto tan pordiosero.

Cuando llegué a la casa de mi tía me cansé de putear y reputear a mi primo. Y sin más razones por qué sufrir, mojé mi cuerpo como quien se limpia de un ultraje, intentando lavar mi honra en aquella ducha. Tomé especial atención a cada uno de mis movimientos y hundí mi cuerpo en cama desando olvidar todo y dejar que ese perfume a derrota se extinga con mi sueño.

Desperté al siguiente día dispuesto a recoger mis cosas, sin saber si encontraría a la mítica cebichera bondadosa.

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Buen post!, ta' chistoso. aunque tengo una duda?, quién es capaz de dejar su billetera en el carro de su primo?, no seas tontin pues!, ta habrás aprendido.