17 octubre 2008

Maldita belleza

Thomas Mann fue uno de los autores más decisivos de la novela filosófica alemana, admirado y celebrado por escritores de la talla del francés André Gide, quien dijo que Mann “es un humanista en el sentido amplio de la palabra”. Su vasta obra fue reconocida con el premio Nobel en 1929, cuando aún le quedaba por escribir casi la mitad de su patrimonio literario, que abarca la tetralogía José y sus hermanos (1933-34), Carlota en Weimar (1939) y Las confesiones del estafador Félix Krull (1954), su última novela.

Sin embargo, fue la publicación de la novela La muerte en Venecia (1913) la que catapultó el prestigio literario de Thomas Mann, quien sería considerado por la crítica como uno de los novelistas más importantes del siglo XX y el mejor representante de la literatura de pensamiento, que se gestó en la Alemania de principios de los novecientos. La mirada profunda y reveladora del narrador es, pues, una voz alimentada por la más rica e importante tradición filosófica de Europa. Ese rasgo es evidente en esta novela, cuyo objeto de reflexión es una pasión íntima que enfrenta a la vejez con la juventud, al mismo tiempo que expone el abismo que separa al artista de la vida corriente.

Pero, pese al ejercicio intelectual que significa entregarse a su comprensión, sería insuficiente señalar que La muerte en Venecia es sólo una novela filosófica. En sus páginas afloran, también, las sensaciones y sentimientos que van identificándonos con la tragedia personal de Gustavo von Aschenbach, paradigma del progreso humano, que, obedeciendo tardíamente a sus apetititos de deseo y riesgo que reprimidos hicieron posible su posición de hombre virtuoso, se enamora fatídicamente del adolescente polaco Tadzio, endiosándolo y amándolo en silencio, en virtud a su genuina belleza. Aschenbach es, probablemente, un personaje que provoca efectos dispares en el ánimo del lector; alguien por quien se puede sentir admiración, lástima, acaso llegar a detestar o, en el mejor de los casos, aceptar a regañadientes con toda su carga de humanidad.

De una novela como La muerte en Venecia se podrían decir más cosas. Por ejemplo, que brota de sus páginas la tentativa de mostrar la naturaleza del artista que, cuando alcanza la cúspide del reconocimiento, a veces se siente comprometido con la sociedad que le celebra, participando de ella en sus miramientos y complejos, atentando así contra su soberanía individual. En la historia también somos testigos de cómo el narrador va gestando, en torno a una atracción delirante, explicaciones mitológicas y filosóficas para justificar el sentir de su protagonista, que se leen con la certeza que quien lo hace es dueño de una cultura sólida, capaz de conmover a otro que, preparado o no para una lectura reflexiva, se deja llevar por su lenguaje hondo y depurado, pero de alcance universal.

La Muerte en Venecia es un libro emotivo e intelectual, ineludible, que comparte la gloria literaria del prontuario selecto de novelas breves que crean un mundo propio, rico en sensaciones y simbolismos, como El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde de Stevenson, La metamorfosis de Kafka o El coronel no tiene quién le escriba de García Márquez.

Cabe indicar, a manera de anécdota, que Thomas Mann reconoció que el protagonista de La muerte en Venecia fue inspirado en el genial músico Gustav Mahler, cuyo talento y disciplina tenaz lo consolidaron como uno de los grandes compositores del siglo XX, quien, además, dotó de una magnífica banda sonora a la adaptación cinematográfica de la novela, que dirigió el notable director italiano Luchino Visconti. Es preciso señalar, asimismo, que el apellido del protagonista, “Aschenbach”, significa literalmente en lengua alemana: arroyo de cenizas; lo que denota la idea de fuego extinto, vale decir, vitalidad fenecida.

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