14 noviembre 2008

El capítulo 7

Considerada una de las obras más originales de la literatura, Rayuela (1963) brinda muchas lecturas e infinitas posibilidades de capturar la atención del lector. Cortázar señaló que esta novela era la consecuencia natural de toda una vida en comunión “con el otro lado de las cosas”, el producto más logrado de su oficio de escritor de ficciones. En efecto, el argentino (más querido del mundo, según García Márquez) alcanzó el reconocimiento universal con Rayuela, que, aun en nuestros días, seduce a lectores de todas las lenguas.

Sería impropio desmenuzar aquí los rasgos de una novela con tanta apertura subjetiva como Rayuela, y bastante ociosa la tentativa de describirla y explicarla. Por consiguiente, pasaremos revista sólo a uno de sus capítulos, el 7, acaso el que ofrece mayor consenso con relación a su apreciación. Textualmente dice:

Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano en tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja.

Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y nuestros ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua.

Las palabras, las comas, los puntos, todos los recursos gramáticos sirven a la intención del autor de lograr un ritmo cadencioso, ininterrumpido, que despliega la acción con fidelidad, atendiendo a la parsimonia del momento. De ahí que el lector logre la visualización personal de la escena, la viva certidumbre de ser uno de los protagonistas.

Y el erotismo. Un vago pero preciso relente de erotismo, de contacto carnal que lo redime todo, un azar que no puede ser malicioso, antes intensamente libre. Un miedo santo, un deseo soberano, la apoteosis del beso bien diseñado, con su antesala de la mirada permisiva y solidaria, y el espontáneo apremio de las manos por asirse a la flaqueza sombría de la cabeza de la Maga.

Los detalles exactos, el latido de las frases, la acción fluida y minuciosa, y la voz inequívoca del poeta que impregna al novelista relegándolo durante una breve eternidad. El Cortázar del mil veces leído --y releído-- capítulo 7 es el joven Julio Denis de su primer poemario, Presencia, de 1938; aquel mismo que escribió la dulce odisea cotidiana de una pareja, Los amantes, qué duda cabe.

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