14 diciembre 2008

Acuarelas

Recuerdo, era viernes y el implacable frío no sólo helaba mis manos sino hasta mi alma. Fue el más crudo invierno que había sentido en apenas veinte abriles que llevaba a cuestas. Y la primavera que auroreaba en mi corazón era el mejor consuelo a mis sollozos. Mientras caminaba por el puente que da a la librería que asiduamente visito, los alaridos del transporte público junto a la nada calmada y por demás violenta metrópoli me hacían sentir un forastero en la tierra que me vio nacer.

Y hasta ahora me queda grabado en la memoria, cuando al pasar por el malecón en el jirón Amazonas, divisé un cuadro añejo en muy mal estado. Ella no debía de tener más de veinte años y la cabellera ensortijada que hacía perfecta armonía con su delicado rostro y con esa ternura, en la mirada, que solo sabe hacerte sonrojar, robó mi interés y mi atención. Pregunté por su valor pero el dueño me informó que no estaba en venta.

Sólo al cruzar el puente, caí en la conclusión que había olvidado el morral con los libros por los que había ido hasta la librería, regresé pero al cruzar aquel portón me entraron ganas de ver otra vez aquel cuadro. Recogí rápidamente el morral y tan pronto como pude ya estaba otra vez dónde vi la imagen. Esta vez lo observé con detenimiento y aproveché el descuido del dueño para palpar la imagen y al alzarla. Repentinamente me invadió una sensación amarga de tristeza. Afligido volví a casa, con la firme intensión de regresar.

***

Sabía muy bien que no tendría que regresar sin ese cuadro, la consigna estaba dada. Stefy se parecía tanto a la mujer del cuadro, aunque mis dudas sobre si en realidad fuese ella eran muy grandes. Ya me imaginaba dándole las explicaciones y atribuyéndome la autoría de la pintura para que mi ego se sintiera mucho mejor. Caminaba muy rápido, tenía tanta prisa por llegar al puesto y regresar con el cuadro, que no escatimaría en esfuerzos por lograr mi objetivo que ya se había vuelto, prácticamente, una obsesión.

No me di cuenta cuando fue, pero los pasos del terror me seguían con un paso ligero. Volvía la mirada cada cinco segundos, y lo único que encontraba era el fantasma del miedo que inexplicablemente se apoderaba de mí. Al cansancio fui a dar, de tanto pensar, y el corazón en cada latido, los cuales ya podía escuchar, aumentaba la adrenalina. Así llegué hasta lugar dónde no hallé a nadie.

Esto no amilanaría mis ganas de hacerme con ese cuadro. Compré acuarelas, pinceles, y un lienzo; para emular el cuadro antes visto, pero ahora con el pulso de un novato. Sin embargo el resultado era previsible desde un inicio. Fastidiado tiré al tacho de basura, los materiales junto a la lacónica idea de poseer ese estúpido cuadro. Me recosté y el sueño me venció, quedando profundamente dormido en una tarde muy fría.

***

Aún no entendía por qué ella tenía esa mirada perpleja en el rostro, como si su mirada estuviese en otro mundo, parecía que su silencio decía mil palabras, era una sensación extraña, algo que nunca había sentido, entre angustia y zozobra. Cuando de repente atinó a exclamar
—¡Abrázame¡ —fue lo único que me dijo antes de lanzarse a mis brazos.

Con cierta duda y mucho cariño, la abrasé. No sé si porque aún la quería o porque lo único que quería era que ella sintiera que alguien la protegía, no le dije nada y esperé que ella me contara. Sin embargo ella seguía allí, abrazándome fuertemente sin explicarme sus miedos. La curiosidad por saber lo que había sucedido era tan grande y aun así no atiné a preguntárselo, muriéndome de la curiosidad.

Cuando todo parecía que el silencio era el idioma en el que nos entendíamos y resignado a no saber qué fue lo que sucedió para encontrarla así, al abrir la puerta de mi casa.
—Fue horrible, abrázame y nunca me dejes por favor —me dijo—. Fue entonces que todo el miedo que había sentido al verla se desvaneció.
—Cuéntame lo qué te pasó. —la consolé.
—Me pintabas con acuarelas y al tiempo que lo hacías, yo desaparecía y tú ni cuenta te dabas, me asusté mucho.

—Yo también lo soñé. —respondí.

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