14 febrero 2009

9:15 a.m.

Día 1:

Camino por una calle cercana a casa acompañado de una chica. Observo un carro. Dos tipos de mala apariencia bajan del automóvil y luego se acercan sospechosamente a nosotros. Me pongo nervioso porque pienso que nos van a robar. Le digo a mi acompañante que corra, pero la pobre está tan distraída, que supone, le estoy jugando una broma.

Sin embargo, al darse cuenta que vienen por nosotros, no sabe qué hacer. Le digo que corra. La empujo, suavemente, contra el grifo que está a escasos metros de donde nos encontramos. Ella espera porque no sabe lo que me pasará. La miro penetrantemente y lo primero que me pasa por la cabeza es decirle un simple: “¡corre yaaa…!”. Ella se decide a escapar.

Quedo petrificado, momentáneamente, por el temor a que la alcancen y yo sin poder defenderla. Después, me doy cuenta que el objetivo verdadero soy yo. Ambos sujetos se abalanzan, ferozmente, contra mí.

En un abrir y cerrar de ojos, estoy sobre uno de los malhechores que está en medio de la pista, boca abajo y al parecer inconciente. Mi rodilla izquierda, extrañamente, está en su espalda, como símbolo de dominación, mientras mis dos manos forcejean con su inmóvil brazo derecho. Levanto la cabeza y veo que su acompañante viene aparatosamente, a defenderlo. No sé cómo, pero, también, termina en el suelo y en la misma posición que el otro, con la diferencia que éste último sabe que no puede moverse porque al primer movimiento le quebraré el brazo. Su dolor, parece, intenso. De repente alzo la mirada y veo que dos más pretenden acercarse. Sin embargo, se detienen y, al parecer, cambian de opinión. Luego gritan que me dejen y dan por terminado el atraco.

Me quedo tranquilo un momento porque pienso que tengo la situación bajo control. Pasan los minutos y empiezo a desesperarme porque nadie llega a auxiliarme. Veo que en el grifo no hay una sola persona. Por la avenida pasan algunos carros que no se detienen, e intuyo que no se imaginan que necesito ayuda. Mis fuerzas empiezan a abandonarme. Poco a poco suelto al delincuente mientras, por fin, aparece un patrullero. El auto de los malhechos cómplices se aleja rápidamente. Mi agresor, pese a que tiene el brazo roto, intenta huir y suelta un grito espantoso.

Despierto y Camino hasta el grifo, a una cuadra de mi casa, sin pensar en lo que soñé. No encuentro a nadie.

Día 2:

Me despido de mi mamá, quien me advierte que tenga mucho cuidado y no valla por lugares peligrosos. Yo, tercamente, y haciendo casi omiso a sus ruegos, le replico que no pasa nada y que no tiene por qué preocuparse. Camino hasta el paradero. Al llegar me percato de la presencia de tres jóvenes. Ellos conversan y, aunque tienen apariencia de no ser peligrosos, tomo mis precauciones y acelero el paso. Me voy hasta la siguiente cuadra, hasta un parque desolado. Para asegurarme que no me puedan alcanzar porque pienso que me vienen siguiendo, troto ligeramente y luego corro. Camino a mi derecha y me topo con una pared sin tarrajear.

En media calle, sin detenerme ni desacelerar, giro la cabeza por la izquierda y con el rabillo del ojo miro y con espanto confirmo mis sospechas, los tres tipos sí me seguían. Uno de ellos saca un revolver y, sin mencionar palabra alguna, le dispara a su amigo sin aparente motivo.

No conforme con un disparo, jala el gatillo nuevamente volviendo a pegarle otro tiro. Nadie se asoma ni aparece. Anonadado por la escena, me detengo. Instantes suficientes para ser testigo de cómo el aún moribundo coge la pistola y de un certero disparo en la frente pone fin a la vida de uno de sus amigos. Antes de conocer la reacción del tercer integrante de este grupo, escucho a mis espaldas un grito: sube ahora mismo. Era mamá quien pasaba por el lugar guiada por su instinto maternal.

Despierto y Camino hasta el parque, a dos cuadras de mi casa, sin pensar en lo que ocurrido. No encuentro a nadie.

Día 3:

Ambos sueños fueron reales, en dos días consecutivos y en ninguno me di cuenta de qué se trataba, hasta que el tercer día me desperté a la misma hora: 9:15 a.m. De este tercer día no logro recordar que soñé. Salgo a la calle y no encuentro a nadie.

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