25 julio 2009

Pequeñas confusiones 1

El amor o, en este caso, el enamoramiento, la ilusión, el entusiasmo o la pasión, siempre ha sido y aún sigue siendo un misterio para mí. Tenía y todavía tengo una gran debilidad: enamorarme como un becerrito de la primera mujer que me dedique una sonrisita. Eso fue exactamente lo que pasó con Jessica.
Jessica, en ese entonces, era mi nueva compañera –en realidad el nuevo en el colegio era yo–. Ella fue la primera chica de la clase que me dirigió la palabra. Me pidió que le prestase un lapicero. Yo, muy solicito y atento como jamás suelo ser, cogí mi lapicero pilot tinta líquida y quise obsequiárselo, pensando que así me ganaría su confianza, aunque en este caso parecía que quería comprársela. Ella me dijo que no era necesario y me lo devolvió cuando acabó la clase de matemática, a la que por cierto no había prestado el más mínimo interés por estar mirando de reojo a Jessica.
Cuando sonó el timbre del recreo, ella se acercó a mí y me pidió que la acompañase a comprar unas galletas. Por supuesto, a mis doce años yo sabía, como buen caballero, quién tenía que pagar y eso hice: yo pagué. Los quince minutos que duró el recreo la pasé conversando no sé qué trivialidades con ella. De cualquier forma, pasar el rato con Jessica era lo todo lo que le podía pedir a la vida en aquellos años. Cuando salimos de la clase, la acompañé hasta la puerta y se despidió dándome un beso en la mejilla.
Hasta ese entonces, ninguna chica se había despedido de mí con un besito en la mejilla. En ese momento comprendí que tenía que ser muy cauteloso y con toda la astucia del mundo urdir el plan perfecto para decirle que me había enamorado de ella. Mi plan consistía en ganarme su confianza, pasar todo el tiempo que pudiese con ella y llenarla de atenciones. De ese modo, Jessica no solo me diría que sí, sino que terminaría por enamorarse de mí tanto como yo lo estaba de ella. A esa dulce y placentera tarea me entregué durante los siguientes días y la siguiente semana.
A las dos semanas, Jessica y yo conversábamos, reíamos, jugábamos y juntos hacíamos las tareas. En honor a la verdad, yo las hacía y ella las copiaba, pero qué importaba ese insignificante detalle. A cambio de eso, yo –y espero que ella también– pasaba los momentos más placenteros que me podía imaginar, por lo menos hasta entonces. Sin embargo, todavía no reunía el coraje o el valor suficiente para pedirle a Jessica que sea oficialmente mi enamorada.
Mi amigo me advirtió que tenía que darme prisa, porque de lo contrario otro patín iba regar maicito y no iba ser tan cojinova y quedado como yo. Él me instruyó en el difícil arte de declarársele a una chica. Lástima que nunca fui un buen alumno, al menos en este aspecto, pues me hubiese ahorrado muchas choteadas gratuitas. Estaba tan templado de Jessica, que no dudé en memorizar cada una de las frases que tenía que pronunciar frente a ella. Ya estaba todo ensayado, el viernes por la tarde sería el gran momento en que llevaría a Jessica a un lugar estratégicamente seleccionado para declarármele.

Continuará…

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